Mediado el mes de julio me presenté en los pinares que separan Ataquines de Olmedo. Mi objetivo era visitar el primer pueblo de la primera Ruta de Delibes, que es Olmedo.
Si fuera una persona… ¡ah, si fuera una persona! Ya me habría sacado las entradas para el Palacio del Caballero de Olmedo y habría reservado en el restaurante El Hontanar, donde sirven, por ejemplo, una ensalada escabechada de jarrete de conejo con puerros de Íscar confitados, lombarda encurtida y aceite de Arbequina. Pero soy lo que soy, una perdiz, y con unos granitos por aquí y unos bichitos por allá me conformo.
Mi mundo está en los pinares, los páramos y los rastrojos. Yo no puedo andar (y volar) jugándome la vida por las calles de un pueblo. Ya me gustaría a mí visitar alegremente en Olmedo el Parque temático del mudéjar, la plaza Mayor, el monasterio o las bodegas. En principio, me tendría que haber conformado con el término municipal de Olmedo que no es casco urbano, pero al tercer día de estar por allí, entré sigilosamente en el pueblo.
Al llegar a Olmedo, como decía al principio del artículo, me quedé descansando de mis cortos pero constantes vuelos en los pinares que separan Olmedo de Ataquines. Encontré enseguida otra perdiz a la que pregunté por una amiga que solía apeonar por estos pagos (que las perdices no viajamos lejos de casa, somos como algunos viejos de los pueblos, que apenas salen de su entorno, si acaso para ir al médico a la capital). Aquella perdiz me indicó que mi amiga se encontraba en un cazadero que tiene pinatar y campo abierto de un lado y barbecho del otro. “A estas horas… búsquela usted en aquellos barbechos, no tiene pérdida”, me contestó. Unos cuantos vuelos me bastaron para dar con ella… y sus perdigones. Pasé dos días con mi amiga y sus ocho polluelos que apeonaban detrás de la madre y le hablé de mi misión de visitar, pueblo a pueblo, todos los que componen las seis Rutas de Delibes. Le conté que la Diputación de Valladolid había puesto en marcha todo esto con unos folletos, mucha información en www.provinciadevalladolid.com y un monolito de piedra en cada pueblo de las Rutas. Me dijo que alguna prima suya había visto el monolito de Olmedo, aunque la mayoría no, que no entramos casi nunca las perdices allá donde vive el hombre. Tiene que ser por un despiste, y tenemos pocos.
Recorrimos mi amiga, sus perdigones y yo un pinar y después otro. Ora un rastrojo, ora unas remolachas… Como sé que para cada pueblo de las Rutas, sus autores (José Antonio Quirce, Carlos Garbi y Jorge Urdiales) dan información sobre un ave, una planta y una palabra rural nombradas por Delibes en sus libros y que tienen que ver con en ese pueblo en cuestión, pregunté a mi amiga si se daban allí el ratonero, el cardo y la carama.
La verdad, no hizo falta que buscásemos ratoneros. Desde que llegué a Olmedo me tropecé con ellos y con otros aguiluchos. Abundan, sí, pero los venenos ilegales y, a veces, los coches, les causan unas cuantas bajas. Sobre los cardos, el cardo borriquero, me dijo mi amiga que me dejase de formalismos, que en Castilla se les llama tobas. Quietas bajo un pino negral (a mediodía no se soporta el calor) me comentó: “La toba se levanta por doquier en los campos de Olmedo, en lindes, junto a los arroyos, en barbechos, en el llano, en las laderas sin labrar…. Se la encuentra por toda la Castilla de Miguel Delibes, pero en Olmedo da la impresión de que tomó posesión de sus tierras y de que esa es su patria y que no hay lugar donde mejor otee el horizonte”.
Sabía yo que no iba a ver carama alguna en el mes de julio. Acaso desde noviembre, cuando llegan los fríos. Mi amiga me recordó que primero tiene que venir la niebla meona para que aparezca después la carama. En fin, la carama, esa especie de escarcha originada por la niebla meona se asentará en estas tierras de pan llevar pasados los Santos.
Llegó sin comerlo ni beberlo el tercer día. Me despedí de mi amiga y sus ocho perdigones y me dispuse, suicida disposición, a entrar en el pueblo de Olmedo. Recordé que las Rutas 1 y 5 nombran el pueblo. En la Ruta 1, la que se basa en Las perdices del domingo, Delibes cita el pueblo para decirnos que “antes de entrar en Olmedo el panorama de escarcha y árboles agarrotados dio paso a un sol de membrillo que ponía en las labores un tierno temblor primaveral”. En la Ruta 5, la de Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo, el escritor cuenta que al menos una vez al año se acercan “al término de Olmedo, una extensa mancha de pinares, entreverada de carrascas y labrantíos”.
Entré pues en Olmedo aprovechando la sobremesa de aquella sofocante tarde de julio. ¿Quién podía estar por las calles del pueblo a esas horas? Acaso algún hombre camino del bar a echar la partida… Entré por la VA-410 hasta la calle de San Miguel. Nadie por aquí, nadie por allá. Me pegué a las paredes de las casas para no exponerme tanto a alguien que pudiera pasar y para pillar la poca sombra que los corrales y las fachadas dan cualquier mediodía de julio. El pico cerrado, ni un coreché ni un cascarrasclás, que aunque seamos solo perdices, no somos tontas. Y me colé en el palacio del Caballero de Olmedo, el de Lope de Vega, que es un museo oscuro, muy oscuro y muy fresquito. Según iba caminando por las estancias, se iban encendiendo algunas luces y se ponían en funcionamiento los vídeos y animaciones que te explican la vida y obra del Fénix de los Ingenios. ¡Qué fresquito!… Digo, ¡qué maravilla de palacio! Esta gente en Olmedo sabe lo que tiene y lo sabe difundir. Y yo que no quería marcharme de allí, con esa temperatura y el peligro que iba a correr nuevamente fuera. Pero quería llegar al siguiente pueblo de las Rutas de Delibes, Tordesillas, antes de que empezasen a cantar los mochuelos, con la noche ya echada.