Es una de las tradiciones, que si bien han vuelto a aparecer tras unos años sin ellas, están llamadas a desaparecer, como tantos otros oficios.
Llega el otoño, y cambian los escenarios de la ciudad, los días son más cortos, la ropa más gruesa, los árboles se pintan de variados colores antes de desnudar sus ramas, los cristales comienzan a empañarse con el rocío, y aparecen nuevos aromas en nuestras calles, uno de ellos, entrañable, es el de las castañas recién hechas, el aroma a calor, nos recuerda tiempos casi ancestrales.
Es una de las tradiciones, que si bien han vuelto a aparecer tras unos años sin ellas, están llamadas a desaparecer, como tantos otros oficios.
Ya no es lo mismo, evidentemente, los que tenemos unos cuantos otoños en la espalda, recordamos la imagen de los puestos, de las castañeras, que aparecían en lugares concurridos de las ciudades, en Huesca, había un puesto en a travesía Valdés, creo recordar, y ahora tenemos dos kioscos, ambos en sitios emblemáticos de la ciudad, uno en la plaza de la Inmaculada, y el otro en los porches de Galicia.
Los puestos más o menos eran una especie de trípode con dos departamentos, uno para el carbón y otro con agujeros, que permitía el paso del calor de las brasas, se asaban las castañas a la vista del público. A veces, también ofrecían boniatos y patatas asadas.
Con un: ”¡castañas, castañas calentitas!”
En mi Madrid natal, han proliferado, no es lo mismo, ya que ahora los pequeños kioscos, los puede regentar cualquiera que tenga una licencia municipal, antaño eran propiedad de las famosas castañeras, mujeres con demasiados años a las espaldas que, curtidas por el frío, ofrecían al viandante el manjar otoñal envuelto en cucuruchos de papel de periódico
Su alegría en el arte de vender hacía que estas humildes señoras fueran conocidas en las zonas donde acampaban provistas del hornillo, el puchero y el saco de castañas. Ese olor inconfundible a invierno y el calor de la parrilla era un reclamo para el que, aterido por el frío, buscaba un tentempié para entrar en calor.
Las castañeras eran mujeres maduras que año tras año buscaban un refugio donde guarecerse los meses más crudos del invierno para vender castañas al madrileño a cambio de unas pocas monedas. Arropadas para soportar las bajas temperaturas volteaban, una y otra vez, las castañas crujientes y saltarinas. Siempre listas para el cliente.
Esta figura, entrañable, ha sido protagonistas de sainetes, cuentos y obras de teatro. Con el paso del tiempo, esta amable imagen costumbrista del Madrid más castizo se ha ido transformando. Pero lo importante es que la tradición de degustar castañas asadas mientras se pasea por la capital sigue estando presente en nuestros días.
Famosa también es en Cataluña la fiesta de la castañada, que tiene su origen ya en la Edad Media que para recordar a todos vecinos la necesidad de rezar por los difuntos, durante la noche de todos los santos se tocaban las campanas de todas las parroquias y conventos, de tal suerte que el campanero necesitaba de un gran aporte de energía para recuperarse del esfuerzo.
Al ser la castaña el fruto más abundante del otoño, se recuperaban del cansancio con castañas y pequeños tragos de vino blanco, para hacerlas más pasaderas. Como el número de campanarios era muy elevado en aquellos tiempos y al campanero se iban añadiendo las personas y familiares más allegados, en un afán de querer compartir con él sus penas y también sus gozos, finalmente todos acababan comiendo castañas y bebiendo vino.
Mas adelante, en los pueblos, por la tarde todos los hombres se dedicaban a recoger castañas, boniatos y leña, las mujeres hacían pastelitos parecidos a los actuales “panellets” (unos pastelitos hechos a base de almendra molida y azucarada) y al llegar la noche se reunían todos alrededor del fuego comiéndose las castañas y los boniatos asados a la leña y los pastelitos que habían traído las mujeres y así celebraban el final de la recolecta y rezaban por los difuntos.
También existía la tradición de que los niños tenían que dejar castañas escondidas en algún rincón de la casa para que, por la noche, las almas de los que faltaban vinieran a recogerlas y se las cambiaran por “panellets” o membrillo (dependiendo de la zona).
A finales del siglo XVIII la costumbre se había extendido de tal manera que la castaña pasa a ser un elemento de comercio y entonces hace su aparición la figura de las castañeras, mujeres que asan las castañas al fuego y las venden en puestos callejeros.
En los años 60 y en su reedición de ahora, existió incluso un cuento infantil, “Mariuca La Castañera, con dibujos de Ferrandiz, del cual os hago un resumen, el original está en verso pero seguro que a los que lo leisteis entonces, os pondrá una sonrisa en los labios y seguro que notareis un aroma a castañas recién hechas.
“Mariuca era una huerfanita, a la que acogió en su casa una señora, a cambio de que vendiera en la calle castañas y boniatos. El primer día, Mariuca regresó a casa con muy poco dinero y sin ninguna mercancía pues, apiadada de los niños hambrientos, regalo casi todo lo que llevaba.
La señora le increpó y le dijo que si se volvía a repetir la situación, no hacía falta que volviese. Mariuca salió con el firme propósito de no regalar nada más, pero su buen corazón le impidió ver a otros niños pasar hambre y se repitió la situación del día anterior, con lo cual esa noche no volvió a casa y, cansada, se quedó dormida ante la estufa con los carbones apagándose.
Durante la noche, los Ángeles, apiadados por su buen corazón, llenaron de carbón la estufa y la proveyeron de una cantidad inagotable de castañas y boniatos y a la mañana siguiente, por más que vendía y regalaba, jamás se acababan.
A todo esto, la señora que la había acogido, al ver que no había regresado en toda la noche, se apiado de ella y decidió salir a buscarla y recogerla aunque hubiera de nuevo regalado la mercancía; cuando llegó, se encontró con el milagro que se había obrado.”